Carlos, un caballero... Un relato de Eduardo César Petrizzi


La Tati después del Cholo quedó medio turula, porque él se le fue con la pava eléctrica  con la que habían compartido tantas mateadas matutinas, el colador de los fideos, la plancha con el cable largo y el abrelatas, dejando una nota donde le hacía entender en  acto de despecho, que se llevaba  esas cosas porque las sentía como suyas y que ella era solo un mal recuerdo, porque a él no lo acompañaba en muchas cosas íntimas que ella nunca entendería. “Ya no soy tuyo. Tu ex, Cholo”- firmó al final.
La Tati hizo memoria de la cosas  íntimas y no recordaba ninguna  donde  él se entregaba de cuerpo y alma como le exigía a ella, pero no quiso torturarse, y para darse compañía, dejó la radio prendida hasta  la trasnoche de aquel fatídico día. Pero esos recuerdos ya tenían cuatro años. Un lunes  llegó su vecina, La Susi, y le dijo: “¿Por qué no te anotás para atender un puesto en la kermese que van armar en la placita, a beneficio de la iglesia? Es este sábado a la tarde”, porque a la Tati la veían todavía dándose cuerda con los recuerdo circulares del Cholo, pero igual contra su voluntad arrancó con un “sí, me voy a anotar”, y ahí cerró trato con la Susi para que la tuviera en cuenta en el listado de ayudantes.
Llegó el sábado y la Tati se puso una ropa acorde pero insinuante, lo que insinuaba era la parte de arriba que a ella le costaba ocultar, y ahí se fue al puesto que le habían asignado: era uno de esos  donde lo chicos y  lo grandes  se empecinan en tirar unas latas con tres pelotas de trapos para así poder llevarse una muñeca o una bolsa de caramelos. Lo extraño fue que el puesto apenas abrió ya había cola, porque la Tati era parte del espectáculo, más de uno quería voltear las latas conjuntamente con la Tati, pero eso era otro tema.
Y así iba pasando la tarde entre ruidos de latas y genuflexiones de la Tati, levantando las pelotas de trapo que al agacharse se confundían con sus voluptuosidades. En general eran niños traídos por sus padres y padres interesadísimos en coronarse campeones olímpicos en el volteo de latas  aunque no hubiera premios… para ellos el premio era ver el paisajístico cuerpo de la Tati.
La tarde estaba cayendo y quedaban pocas personas en la fila, ya cerraba la kermese, algunos puestos ya habían bajado sus cortinas de tela. Alguien  se asomó  en la fila con intención de irse, tal vez para no incomodar, pero la Tati al verlo le dijo: “Quedesé, puede jugar”. El hombre aceptó con una  sonrisa, y fueron pasando otros tiradores, algunos con suerte y otros con  muy mala puntería. Y ahora le tocaba a Carlos, el  invitado a quedarse tendría su turno. La Tati le puso en la mano las pelotas de trapo, sus dedos se rozaron, ese roce vino de la mano de una mirada, esa mirada de un segundo duró un  siglo, él apuntó a las latas pero mirándola a ella. Las tiró todas. Ahora le tocaba el premio. Pero cuando La Tati fue a la caja donde habían depositado  los premios, sólo vio una bolsa de caramelos. Él le había pedido una muñeca para su sobrina, por lo que La Tati sintió el apuro de quien tiene una deuda impagable. Se miraron lamentándose, ella no sabía cómo pedir disculpas, a él se le ocurrió que podía pasar mañana para retirar la muñeca, pero la Tati le dijo que la kermese sólo duraba ese día, entonces él le propuso ir a buscar el premio a la casa de ella al día siguiente (pensó que era un tío interesado en sorprender a una sobrina), ella asintió y  quedaron a una hora señalada para la entrega del premio. Para Carlos  las horas duraban días, y el día siguiente llegó, y luego la siesta y luego el corazón anunció que él y Carlos estaban frente a la puerta de la casa de la Tati.
“Toc, toc” retumbó la puerta de calle contigua al comedor de la Tati. Se escucharon unos tacos que repiquetearon en el alma de Carlos: “Hola” al unísono se dijeron. Ella lo hizo pasar, él entró, miró el comedor, luego la siguió por un pasillo y terminaron en la cocina. Ahí estaba el regalo, era una muñeca enorme con bucles y vestido rosa, ojos celestes y labios rojos de fuego… Miraron la muñeca y se miraron. La Tati esperando algo sin actitud de espera, le dijo que la sobrina iba a ponerse contenta con el regalo, un comentario tonto para dilatar el tiempo y poder seguir permaneciendo en esa cocina que se había transformado en una lugar privado, donde las miradas quemaban. Finalmente, la Tati le dijo: “¿Te la envuelvo?”  “Bueno, si tenés papel de regalo te ayudo a cubrirla”.
Ella fue al comedor y trajo una hoja enorme de celofán floreado, lo extendió en el suelo, los dos se arrodillaron, tomaron  los  extremos  del papel, en cada punta del papel las manos desfilaron juntas, luego la otra mitad del envoltorio, y a pegar con cinta. Cuando fueron a cerrar los costados, las manos se chocaron y  ellos se miraron y así quedaron congelados por ese minuto que duró  miles de segundos.
Carlos rompió esa quietud con una súbita invitación a cenar, la Tati dijo que no, pero queriendo decir que sí. Carlos insistió con un comentario que tal vez hiciera cambiar la voluntad de la Tati.
-¿Sabés? - le dijo - hay un restorán donde sólo existen mesas para dos, no tendría  sentido ir a cenar solo y poner una copa en tu lugar vacío. ¿Me acompañás? Y la Tati respondió: - Siendo así, voy a ocupar la otra silla. ¿Me esperas?, me arreglo y salimos. –Ok - asintió Carlos, y la Tati cerró la puerta y pensó en  segundos qué mezcla explosiva elegiría como vestuario.
Salió la Tati envuelta en un vestido rojo, con medias negras y collar que en la mitad de su recorrido desaparecían diez perlas entre sus  ondulaciones frontales. Carlos tosió.
Salieron de la casa y en el auto se relajaron. Si había algo que primaba en el ambiente, era la caballerosidad de Carlos: desde abrirle la puerta de su cupé convertible alemana, hasta todos los detalles que forman parte del  ejemplo de lo que es un experto anfitrión en esas ocasiones, pero  se notaba que esa caballerosidad era el deporte que Carlos mejor jugaba. La Tati pensaba: “Qué caballero que es Carlos”.
La velada  se desarrolló entre burbujas  de rubio champagne y atención permanente de Carlos a su compañera, sería una noche larga, ya que luego ameritó una copa de vino con vista al río, invitación a la que la Tati no pudo negarse, pues fue envuelta por esa  nube glamorosa que la trasladaba de una  situación a otra, y las horas pasaban entre festejo y emoción, y  la madrugada los encontró abrazados en el auto camino a la casa de él, con la excusa de un café caliente aromatizado con un cognac avainillado y añejo, el  que embriagaría algo más a la Tati  y sin saber cómo  se vio abrazando la piel de Carlos quien, entre versos de Rubén Darío, ronroneaba en el oído de su dama. Ella no podía creer que estaba siendo la protagonista de una noche hollywoodense. En el giro de los abrazos y las sábanas perladas de satén se calentaron  los cuerpos, Carlos seguía hablando en forma distractora, tal vez por algo  que la Tati no podía percibir en la bacanal velada que estaba viviendo, pero los hechos se precipitaron y los besos fueron abruptos y desordenados y las manos se pusieron inquietas y las de la Tati  se dirigieron a un lugar inevitable. Él con esa caballerosidad que lo identificaba, sacó la mano de la Tati de su entrepierna, pero la Tati volvió y Carlos giró y en ese movimiento, la sábana se deslizó y como si una fuerza paranormal sin presencia de nadie que la traccionara, la tela mostró los cuerpos de los amantes y en ese instante ella vio lo que nunca había visto en su vida, una película rápida pasó por su mente y un muestreo de sexos masculinos desfilaron como un drone sobre un maizal y con la misma velocidad la comparativa de tamaños, pero algo tan micrométrico hizo palidecer a la Tati. Él lo percibió y le dijo: “Voy al toilette”. Un triste “Sí” contestó  ella. Fue un segundo y él volvió, pero ambos ya estaban vestidos, él con una robe de chambre al tono de sus pantuflas con intención de solamente seguir charlando y ella con su cartera en mano y en la puerta del dormitorio diciendo “se me hizo tarde”, mientras pensaba, Carlos es caballero, pero sólo eso. Y entre un sollozo de decepción,  la Tati llegó a su casa, y en la tele daban una de besos, que ella no quiso ver.   
 
                                      



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