HISTORIAS DEL VIENTO.11: La chimenea.

Era nuestro tiempo de catequesis cuando el padre Zink advirtió que si bien, para todo el mundo, estábamos preparándonos para la primera comunión, antes nos teníamos que preparar para la penitencia.
¿Penitencia sería que nos pararan en un rincón con un bonete cónico y mirando hacia la pared, preferiblemente un esquinero?
¿O en una situación más cruel que permanezcamos arrodillados sobre granos de maíz?
¿O que se nos deje sin recreo en la escuela, y en la casa sin el postre?
¿O que tengamos que caminar para escarnio de todos cubierto con largas y fantasmales túnicas, con una vela en la mano, y golpeándonos con la otra el pecho?
Entonces seríamos penitentes, como aquellas montañas que en Cuyo se llaman así porque, según me dijeron, parecen aquellos arrepentidos de la vela escalando las alturas.
¡Es increíble lo que puede pensar un niño en ciertas condiciones de adoctrinamiento?
¡Es increíble que todos los chicos hayamos pensado prácticamente lo mismo?
Pero el Padre vino a advertirnos que la penitencia era la confesión, que significaba un diálogo con el sacerdote que escuchando nuestros pecados, y nuestro serio arrepentimiento, prescribiría un castigo, una sumatoria de oraciones, tras lo cual habríamos limpiado la chimenea.
En el colegio ya no había chimeneas en uso, algunas quedaban de la época de la leña y el carbón pero el pueblo estaba inaugurando desde hacía unos pocos años el sistema de gas natural por redes, y dentro de las chimeneas pasaba un caño de ventilación por donde se aireaban los calentadores a velas permitiendo que las emanaciones no afectaran nuestra salud y fueron liberadas a los altos y fuertes vientos del sur.
Alguno dijo: Padre, ¿cómo es eso? ¡Ya no se usan más las chimeneas!
El cura dijo que tendríamos que caminar media cuadra, y entramos de sopetón en casa de la costurera que tenía su taller tan cerca, y que poseía además una chimenea que alimentaba con leña. La mujer estaba nerviosa, no se terminaba de acostumbrar a las informalidades de este cura que todavía no era visto como el cura gaucho, simplemente porque en la ciudad no tenía caballo.
Se dieron las explicaciones del caso, y ella asintió a facilitar su hogar para el experimento. Seríamos una docena de chicos en una casa a la que no conocíamos, el hijo de la costurera, él algo mayor que nosotros y estaba de pupilo en la misión. La madre cerró la puerta que daba al cuarto de este joven, para que no entráramos a curiosear, y dijo que alguno tendría que ir al fondo romper algunos esqueletos de cinzano allí amontonados, y con esa madera se haría el experimento. La chimenea de la casa estaba destinada a momentos ceremoniales, íntimos o solemnes, y para eso se había conseguido una madera roja –la habían comprado en un barco- pero la otra estaría bien, para el experimento.
Muy pocos de nosotros sabíamos hacer arder una fogata, pero el cura era práctico y resuelto. Mientras desarrollaba su tarea hablaba del aire que permitía la oxigenación de la llama, hasta que el recinto se comenzó a llenar de humo. La dueña de casa corrió a abrir una ventana, ventana que no se habría hacía un buen tiempo, y con el tirón se desprendió parte de la masilla seca de alguno de los vidrios.
Ya no escuchábamos lo que el cura nos decía, nosotros también no alejábamos de la humazón y al rato estábamos a fuera, con el cura que nos arreaba otra vez al colegio, explicándonos  nuevamente el cuadro sacramental de la penitencia “y la necesidad de tener la chimenea limpia” si queríamos mantener nuestro fuego interior.
En resumen, si no estábamos ventilados de todo pecado no podríamos recibir al cristo sacramentado.
Cuando  falleció el Padre Zink, hace una década, el doctor Bitsch me pidió que escribiera algo sobre él y yo recordé las virtudes de su primera confesión. ¡Cómo también recordé sus cálculos mentales!
Pero ahora viene al caso un episodio menor que ocurrió unos años después.
El cine local exhibía la cinta de Walt Disney llamada Mary Poppins. Y fue por ello que algo después nos pusimos a conversar sobre lo visto –por entonces se jugaba a representar lo que se venía en el cine- y con ello apareció la Canción del deshollinador.
Alguien recordó la metáfora de “limpiar la chimenea”, y pensamos a la vez que el Padre Zink podría darnos un sermón sobre este tramo de la obra cinematográfica.
Así nos pusimos de acuerdo que si el día estaba al lindo, el sábado siguiente podríamos ir a la Misión, el nuevo destino del cura, donde lo sorprenderíamos con un ¡Viva River!, y tal vez nos dejara andar  en uno de sus caballos.
El viernes la se puso linda la primavera, y el sábado arrancamos un puñado de adolescentes para allá. Íbamos la mayor parte en bicicleta y el viento imponía condiciones a la marcha.
Cuando nos fuimos acercando, un buen tiempo adelante en el camino, tiempo que no podíamos calcular porque entonces nadie tenía reloj; vimos al cura arreglando un alambrado, como se tratara de entretenerse sabiendo de nuestro viaje.
¡Qué momento tan alegre!
Fuimos hasta la cocina donde pidió que se nos preparara cascarrilla, sacamos nuestro equipaje de comida. Preparada por nuestras madres en una cantidad que hubiera permitido sobrevivir varios días. Y nos dimos a hablar de cosas pueriles. ¡El cura no se acordaba bien de cada uno de nosotros! De allí que todos éramos Gauchito, Gauchín, Amigazo, Campeón.
Pero en un momento  cuando bendijo la merienda –al término de la ingesta- se puso serio y nos preguntó: -¿Cuánto hace que no limpian la chimenea!

Nos miramos entre nosotros, no atinamos una respuesta inmediata, estábamos en el secundario y ya no existía la misa semanal, ni el control dominical de la asistencia al culto. Fue entonces que uno más encarado que yo comenzó a contarle la película, y la duda que nos había asaltado, sobre la chimenea que había que mantener limpia y la tarea del deshollinador al que se lo veía sucio pero alegre cantando y bailando en las terrazas de Londres.



El cura nos llenó de preguntas porque no había visto la película, no había escuchado el tema por la radio como le afirmamos se podría hacer, porque ese tema y otro de nombre extensísimo era los éxitos del momento.
Le hablamos de la señora que volaba con su paraguas, de los chicos con padres que no se preocupaban mucho por ellos, las cosas que nos fuimos acordando desordenadamente. Era la primera vez que participábamos, sin saberlo, en un cine debate.
El cura suspiró un par de veces y entonces dijo: -¡Gauchitos miren la hora! Van a tener que pensar en volver, tendrán viento a favor en este caso, pero no se enloquezcan pedaleando. Y con respecto a lo que me dicen, de la película y la canción, a mí me parece que está claro. El deshollinador es un tipo de suerte, y esa suerte se traslada al que le dé su mano. Yo por ser cura soy como el deshollinador, el que les limpia la chimenea, solo con la chimenea limpia se puede recibir al Señor, que es la mayor suerte que puede tener un cristiano. Así que gracias por venir a darme esta mano, pero recuerden: -Si no tienen a este cura cerca habrá otro, que los ayude a oxigenar el fuego de sus vidas.
Si no lo dijo así, lo dijo parecido.
Todos quedamos como en silencio. El cura nos pidió que dejáramos lo que no habíamos comido, sería para muchos chicos pupilos, con padres en Patagonia, que tomarían lo que nos sobraba como un gran regalo.
Esa era al fin una buena penitencia, o no.., porque era dar solamente aquello que nos había sobrado.
Al rato ya subíamos a nuestras bicis, el viento no dejó escuchar algunos gritos provocadores hacia el cura, como los que al alejarse le dijeron: ¡Viva Boca!
Pero el viento si nos trajo la alegre voz de aquel maestro, que nunca había visto la película de Disney, pero que sin embargo, agitando su boina, nos decía –como la otra canción de la cual en ningún momento habíamos hablado:

-¡Supercalifragilistico –espialidoso!



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