Una crónica narrativa de Alicia Lazzaroni: Sofía.

Dicen que dicen que dicen.

Así fue siempre en estas poblaciones isleñas de los confines de la Argentina, Ushuaia y Río Grande, a las que para llegar por vía terrestre es necesario incursionar en otro país y sortear las aguas agitadas del estrecho de Magallanes. Sucede desde que eran pueblos perdidos en el último de los territorios nacionales; también ocurre ahor

a, espacios cosmopolitas que reciben no sólo turistas o pescadores de linaje sino también la basura de los cruceros internacionales a la Antártida y Malvinas.
Decir para conjurar la lejanía, la falta de parientes, la tenacidad del viento y el enriquecimiento del vecino.
Dicen que dicen que dicen.
Dicen que desapareció una niña de cuatro años en un camping de árboles raquíticos y retorcidos. Que tiene el pelo y los ojos oscuros. Que se la tragó un agujero negro o un pozo disimulado entre los ñires porque de Tierra del Fuego no es sencillo partir en el anonimato. Dicen que la niña fueguina nunca llegó al camping, que el padre la mató por descuido, que la madre calla, que la niña está enterrada bajo la loza de un nuevo piso que la familia mandó colocar en su casa de Río Grande, que el video y las fotografías obtenidas en la estación de servicio el último día que fue vista son parte de una cortada compartida. Dicen que la raptaron en venganza contra su padre por una deuda. Que se la llevó un hombre con un Gol gris y un perro bóxer. Que la secuestró su padre biológico. Que cruzó de incógnito la frontera y está en Chile. Que la vieron en Salta, en Rosario y en Cura Brochero. Que la capturó el cuidador del camping, un hombre de campo, casi un gaucho, apático, con rasgos psicopáticos. Dicen que, como no se puede desaparecer sin más de un camping vacío, a la vera de una ruta poco transitada y mucho menos de una isla, Sofía nunca existió.
Dicen que dicen que dicen.
Ya tengo todo dispuesto, dijo Mariela, si Rodolfo gana las elecciones, yo me voy a ocupar de Sofía; que lean las 15.000 fojas del expediente de nuevo, que relean, que indaguen, que revisen, que pregunten, es imposible que Sofía haya desaparecido en un segundo sin que nadie sepa nada.
Cuando la gente llega por tierra al sector argentino de Tierra del Fuego le dan la bienvenida nuestros tres representantes: un viento endemoniado, la burocracia de los trámites fronterizos y la carita de Sofía camuflada con una peluca plástica color fucsia, tal vez para recordarnos que es una nena y las nenas hacen esas cosas, disfrazarse de Barbies y también desaparecer como por encanto. El visitante ignora que si en los recibimientos se trata de mostrar las más pulidas virtudes, aquí será agasajado sólo con los defectos. Es para que se acostumbre de entrada y no vaya a creer que el fin del mundo es la tierra maravillosa que anunciaba el caballero don Pigafetta en 1520 y siguen repitiendo los operadores turísticos.
Viento, burocracia y Sofía, lo peor que tenemos. El primero nos llegó de regalo, la segunda es un vestigio de nuestra historia moderna (presidio de reincidentes, base naval y gobernación) y de la última desconocemos el paradero. ¿Y qué hay? A cuánta gente le perdimos el rumbo en esta isla de confinados antiguos y actuales donde la costumbre mas añeja es ir y venir. A lo mejor Sofía se cansó del clima, como le pasa a los que viven durante décadas en el lugar, se hartó del mal tiempo, los días nublados y el frio, decidió que era hora de conocer el mundo, tomo sus petates y se subió a un camión mosquito, esos que traen filas de autos al amparo de la ley 19.640 para vender más caros que en Buenos Aires y luego vuelven vacíos, remontando sus armazones inservibles por la ruta 3.
¿Pero pueden las niñas de cuatro años cansarse del clima? Claro que pueden, si pueden esfumarse de un momento a otro, convertirse en aire, enquistarnos esta culpa, de-sa-pa-re-cer.
No queremos saber nada con Sofía, dicen los habitantes de Ushuaia y Río Grande, no pensamos ir a las marchas, no somos estúpidos. Fueron los padres, no nos van a engañar.
-Acá hay algo raro- dice Susana- viste que la gente no quiere participar. No hay caso, no quiere.
Es cierto. Las marchas son lastimosas, sólo congregan diez o quince personas, seguramente de la familia, los allegados, algún ingenuo de por ahí. Casi ni la prensa aparece. Nadie quiere ser sorprendido en su buena fe, andar mendigando. Tal vez por eso, o vaya a saber por qué, el padre de Sofía o el que dicen que no es el padre- aunque la nena es su vivo retrato- sino el hermano del verdadero progenitor que está preso, cada tanto sale de gira por el país para tratar de convencer a las multitudes. La empleada del almacén me dijo un día:
-¿A que no sabes con quién me encontré en Buenos Aires? Con el padre de Sofía. Estaba encadenado en Plaza de Mayo pidiendo por la aparición de su hija.
La madre también viaja, pero con otro estilo. Un pret a porter hilvanado por el dolor y más credibilidad le permiten codearse con funcionarios y enviados de la paz. Pero Sofía no aparece. Todas las pistas se fueron desvaneciendo como polvo. Lo peor de todo es que tampoco se va. No quiere irse de la isla donde nació, de las imágenes amarillentas de las lunetas de los autos, del anverso de las facturas de los servicios locales, de las conversaciones cotidianas y de la conciencia de la gente que sistemáticamente falta a las manifestaciones por su pronta aparición.
¡Ay, Sofía!

(Esta narartiva presentada en su parte 1, ¡continuará!)

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