Cuentos de Malanoche: La mano.


Con motivo de los ejercicios espirituales el colegio de las hermanas recibió la visita de un conjunto de religiosas a las que genéricamente se las identificó como las misioneras. Mujeres de distintas edades dotadas de particular locuacidad que tenían por objetivo instruir a las niñas mayores en el clima de reflexión imperante, por el Concilio que recién terminaba.

Cuando todas esperaban el clima monacal que siempre acompañaba los hechos públicos en único colegio de niñas de Malanoche, todo desbordó de otra manera: había cánticos, no siempre alusivos a santos y vírgenes, proyecciones de cine, comidas, paseos, encuentros con diversos sectores de la comunidad, juegos colectivos, espacios de expresión plástica y literaria, y por supuesto a cierta altura del día la palabra de alguna de las religiosas que las enviaba a todas a la casa, pensando. Pensando también que en último día ya no habría salida al hogar, sino una convivencia usando de lleno lo que había sido en otro tiempo, el amplio espacio del pupilaje.

Fue esa noche en que no se volvía a casa cuando habló la hermana Consuelo, y dijo:

-Hay temas que no se deben tratar. Son riesgosos para el alma y para el cuerpo. Hay espacios de los cuales no se vuelve, y no es un sano desafío el saber que es lo que pasa allí.

Algunas de las chicas pensaron en algunos lugares recónditos del colegio a los cuales no se las dejaba entrar, pero la charla se orientaba en otro sentido:

-¿Qué es lo que pasa más allá de la muerte? Habrá un lugar de castigo para algunas, un lugar que premiará a otras, e incluso un espacio de lenta redención. Pero para saber de ese mundo hay que esperar lo inevitable –en entonces deletreó- la- muer- te.

Un estremecimiento en una contagió eléctricamente a las restantes, un murmullo fue aplacado por la voz de la oradora.

-Hubo hace muchos años un grupo de chicas como Ustedes, que se hicieron las preguntas que yo pienso deben evitar hacerse. ¿Cómo será ese mundo después de la muerte? Y entonces entre dos, dos enormes amigas se hicieron una promesa: la primera que muriera vendría nuevamente a este mundo para contar lo que era aquel de ultratumba.

-No pasó una estación cuando sobrevino la tragedia. La mayor de las dos –que era de Gallegos- murió instantáneamente cuando en lo que era una feliz visita al Cabo la sorprendió un inesperado desprendimiento de rocas.-La charla de Consuelo entró a lentificarse. Su público abrió los ojos para imaginar aquella escena fatal. –Pasaron las diligencias mortuorias y llegó una noche en que ya no quedaba más que rezar por ella, y dormir. Pero esa noche se sintió un viento frío, y todas comenzaron a despertarse aunque no atinaban a moverse de sus lechos. Entonces vieron una luz que se proyectaba desde sus espaldas, cada una en distinta posición diría después que la luz venía detrás de si. Y con la luz se sintieron pasos, pasos que arrastraban cadenas, pasos engrillados, y una voz que comenzaba a jadear con dificultad, falta de aliento. Entonces esa presencia, acercándose a la cama de la niña que había jurado volver del otro mundo para contar como era, hizo escuchar este lamento, esta advertencia: estoy en el purgatorio, por no haber sido la mejor hija, la mejor alumna, por jurar cosas que no deben jurarse. ¡Estoy en el purgatorio! Y de pronto se sintió un olor penetrante a carne quemada.

Ya para entonces la hermana Consuelo recibió de otra de las religiosas un paquete envuelto en celofán azul, y del interior del mismo sacó una funda de una almohada, funda sobre la cual se podía observar estampada a fuego los huesos de una mano.

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