Memoria de Viernes Santo.

Era niño y este día traía el ayuno y la abstinencia. El ayuno de base era no comer carne, la abstinencia no beber alcohol. Con el tiempo supe que abstinencia era no desarrollar prácticas sexuales, cosa que no puedo asegurar se asimilaran en mi pequeño grupo familiar donde si se llevaban adelante eran a total ignorancia de mis jóvenes ojos y oídos.

El ayuno y la abstinencia eran prácticas de cuaresma y se venían dando regularmente todos los viernes anteriores al Santo. Esta práctica no era tan estricta como para llevar a comer pescado y nada más que pescado como se pretendía durante la Semana Santa, pero nos ponía en clima.

En esta mañana nostalgiosa la memoria se activó y comencé a recordar otras tradiciones que se ejercían esos días, capítulos –esencialmente- de prohibiciones.

Mi madre decía que no había que bañarse ni acicalarse de ninguna forma el Viernes Santo.. Se arreglaba el cabello con la mano, y ese día no se lavaban los platos.

El lugar de todas estas actividades se empleaba en rezar. Ya era tiempo para mí, cuando hice la primera comunión, de orar en silencio.

Ese día no se usaba gomina, y los mayores no se afeitaban.

Toda tarea de aseo o esmero personal terminaba con la ceremonia de lavado de pies del Jueves Santo, y volvía a la normalidad el día de Pascuas, donde se comía de los últimos corderos de la temporada, que para entonces casi siempre era borrego.

En el momento del lavatorio ejercido por el párroco sobre doce niños que representaban los apóstoles, solían hacerse presentes “las chicas que fuman”, quedaban amuchadas al fondo del sector de los varones, iban con matillas o pañuelos cubriendo sus cabezas y mostraban mayor recogimiento que las feligresas, a la hora que pasaba el rastrillo de la colecta eran las que hacían mayores contribuciones. No se acercaban a comulgar, pero algunas ya se habían confesado.

Lo más difícil de estos días es que no se podían desarrollar juegos que exteriorizaban estados de ánimo, como por ejemplo jugar a la pelota. Era el momento de los juegos de mesa, mi preferido entonces el dominó. No se recibían visitas, y se tenía que comer todo lo que se servía en la mesa no admitiéndose el derroche de que hubiera restos para tirar a la basura o dar a los animales. La comida no debía estar en función del los placeres del paladar, y eso era indudable, a esa altura de mi vida no se insistía más sobre la ingesta de bacalao, y yo respiraba con alivio ante un plato de fideos con aceite, sin queso (porque eso sería gula). Tampoco teníamos postre para este día.

A la iglesia no se concurría, cuando se volvía el sábado se encontraba a todos los santos tapados, en casa se hacía lo propio con los espejos de la casa.

Los padres contaban historias de Semanas Santas pasadas, donde el rigor de las prácticas sociales era mucho mayor.

Todo fue así hasta el final de mi infancia, que al mismo tiempo era el de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II, que generó grandes cambios en la práctica religiosa.

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